Por Eduardo Huchín Sosa Dos de los superhéroes más influyentes del mundo del cómic y el cine trabajan en periódicos: Superman y el Hombre Ar...
Por Eduardo Huchín Sosa
Dos de los superhéroes más influyentes del mundo del cómic y el cine trabajan en periódicos: Superman y el Hombre Araña. No es que resulte muy sencillo librar al mundo de villanos como Lex Luthor y el Duende Verde, pero Clark Kent y Peter Parker parecen sufrir más al momento de entregar una nota o vender una fotografía. El superhéroe, en efecto, responde al llamado de la justicia, pero el reportero tiene que atender la llamada -más inoportuna, si se puede- de su jefe de información en el teléfono. Los villanos de cómic son científicos que se han vuelto locos y quieren conquistar el mundo; los de la vida real desean cosas menores -como vivir del presupuesto- pero con la misma demencia.
Ningún enfrentamiento puede ser más estresante que las juntas editoriales: el Doctor Pulpo es el típico gordo con tentáculos con el que no quisieras coincidir, pero un jefe como Jonah Jameson es mucho peor, porque tarda hasta dos meses en autorizarte las vacaciones. Ser superhéroe es una vocación para quien ha sufrido un trauma como Batman o para tipos susceptibles a la ira, como Hulk, pero el periodista necesita además una paciencia de hierro para cubrir las sesiones del Congreso del Estado.
Es quizás por eso que vemos a los periodistas como héroes que luchan contra muchas cosas: la censura, el viejo sistema, la mala fe entre colegas y la falta de boletos suficientes para las rifas. Así como hay Hombres X, Vengadores, Cuatro Fantásticos y la Liga de la Justicia, los gremios periodísticos se agrupan en: reporteros, fotógrafos, columnistas, presentadores de televisión, caricaturistas, comentaristas de radio y editores. Los grupos informativos se apoyan y se repelen, luchan por lo mismo pero al parecer cobran en nóminas distintas y eso hace toda la diferencia.
Los superhéroes del periodismo se dividen en gráficos y verbales. Por ahora me ocuparé sólo de los segundos, porque en verdad parecen tener superpoderes. Los reporteros, por ejemplo, están en dos o tres lugares al mismo tiempo y son capaces de contar lo que sucedió en un sitio sin haber estado ahí. Saben de medicina, de educación, de economía, de política, de medio ambiente; entienden de meteorología y de inflación, transcriben las palabras de funcionarios que apenas saben hablar, entrevistan al líder de los taxistas y salen ilesos. Los reporteros son personas que viven una vida normal hasta que se ponen el chaleco caqui de “Prensa” y entonces algo en ellos se transforma. Exponen sus vidas durante invasiones de terrenos y protestas campesinas, acompañan los operativos y asisten a inauguraciones de eventos culturales, se mantienen despiertos durante festivales del DIF y todavía llegan a las redacciones a teclear a toda prisa. Sólo por eso se les perdona que escriban “Ministerio Publico” sin tilde.
El jefe de redacción es como el Profesor Xavier, a quien parece que nadie moverá de esa silla pero que es capaz de ver lo que está aconteciendo en todos lados en todo momento. Ha desarrollado facultades mentales tan elevadas como para distinguir una nota auténtica de policía de un boletín de la SSP. Reúne a sus muchachos y les encomienda misiones suicidas como el inicio de la veda de camarón o un sondeo sobre la reforma petrolera. El jefe de redacción sabe que tiene que conducir a su equipo hacia el triunfo del bien, sobre todo cuando está cerca el año electoral y el bien está comprando buena publicidad.
Los columnistas políticos, aunque son héroes, se asemejan más al Acertijo, aquel villano de Batman, porque andan dejando adivinanzas por todos lados: “¿A que no sabe usted, estimado lector, qué funcionario público federal ya está en campaña?”, “¿Los nombres que suenan en el PRI para el 2009? ¡Por supuesto!”, “¿Será que el Partido de la Revolución Democrática pueda sobrevivir a esta desbandada? ¿Estuvieron los delegados en lo correcto en aparecer en aquel evento panista?” El columnista quiere ser un oráculo que en lugar de Delfos despacha desde el café, pero tiene más que ver con Edipo: tienen la cabeza en tantos lados que bien nunca distinguirían a sus esposas de sus madres. Además el columnista tiene un aliado a quien nadie ha visto, pero cuya inexistencia sería peligroso declarar. Se llama “opinión pública” y el editorialista recurre a ella cada que se queda sin argumentos: “estarán de acuerdo conmigo”, “no lo digo yo, lo opina medio mundo”, “es algo que se sabe”.
Los presentadores de noticias y los comentaristas de radio son como Ironman: por fuera máquinas y por dentro seres humanos. Nos hablan a través de aparatos electrodomésticos y opinan gracias a una cosa que parece surgida de un desastre nuclear: el espectro radioeléctrico. Combaten la injusticia desde apretados estudios que dan la sensación de ser más amplios, bajo capas insoportables de maquillaje y con invitados que articulan sus oraciones con la sintaxis de un ruso que conoce por primera vez el castellano. El presentador de medios electrónicos lucha contra el tiempo y los cortes comerciales, que es como pelear contra Lex Luthor y luego cobrar en alguno de sus negocios.
En el último escalafón están los editores, que son como esos superhéroes creados sólo para hacer bulto y cuyas aventuras a nadie interesan. No existen editores estrella ni redactores que reciban canastas navideñas, pese a que luchan diariamente contra fuerzas desconocidas, como la Comisión Federal de Electricidad y el Word 2007 de Microsoft. Pero eso no importa, son personajes menores y en el mundo de los cómics no existen superhéroes que en su vida cotidiana trabajen armando páginas o corrigiéndole la ortografía a Clark Kent. Es quizás por eso que el Gobierno del Estado no los considera periodistas. Si existiera un superhéroe redactor (que en las madrugadas salve al mundo después de salvar el idioma en las tardes) quizás los editores alcanzaríamos boletos para la rifa del Día de la Libertad de Expresión.
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