Laura Ponte y Alex Albert pasaron ocho años investigando la historia del Tutti Frutti , un sitio que fungió como lumbrera de propuestas ...
Laura Ponte y Alex Albert pasaron ocho años investigando la historia del Tutti Frutti, un sitio que fungió como lumbrera de propuestas contraculturales en los años ochenta al norte de la CDMX, todo con tal de darle forma al documental Tutti Frutti. El templo del underground, un trabajo que retrata una época en la que “había pocos espacios en la ciudad, hasta que se empezó a correr la voz de que existía un lugar en casa del diablo, chido y raro, donde se podía tocar”, según cuenta Brisa Vázquez, una de las fundadores del sitio. Una mujer “afortunada por haber vivido ese momento”, que creció “sin control remoto, que “viene del viejo mundo pero le entra al nuevo” y, privilegiada, dice amar la edad que tiene.
En la barra del Tutti Frutti se acodó la fauna más exótica de la época mientras, entre tragos y charlas, bandas como Caifanes, Maldita Vecindad y Los Hijos del Quinto Patio, Santa Sabina o Café Tacvba afilaban sus respectivas improntas. Al lado de Danny Yerna (QEPD), Brisa comandó las actividades del Tutti Frutti en su era dorada, según ella misma recuerda. “Estábamos solos y solos lo hacíamos todo, desde pedir cerveza y cargar cajas hasta lavar el baño. Yo me encargaba de la barra y de cobrar, porque Danny no hablaba español; él ponía la música y era sacaborrachos; era bueno para el trompo, tenía un alter ego de Bruce Lee y cualquier pedo que había, saltaba de la barra y sacaba a quien tenía que sacar”.

Ubicado en la colonia Lindavista, el Tutti Frutti arrancó actividades en 1985. La idea y el concepto del lugar es de uno de los hermanos mayores de Brisa, Mauricio, al lado de su esposa, Gaby. Él era uno de los encargados de Apache 14, un restorán que abrió en 1962 por iniciativa de los padres de Brisa, la afamada pareja Carmela y Rafael. En el primer nivel de aquel negocio había una bodega donde Mauricio y Gaby instalarían el Tutti Frutti, un espacio cuyo destino cambiaría una vez que Brisa, estando en España, conociera a Yerna, quien había salido de Bélgica con la idea de jamás volver. “Ambos éramos muy jóvenes, yo 18 y él 21”, piensa Brisa; “él fue al encuentro con su destino, y yo también. Nos hallamos. Él siempre cargaba su tambachito de casetes, y cuando me los puso descubrí grupos que me cambiaron la vida, los Cramps, Bauhaus, Joy Division”.

“Yo ya traía algo, un look medio punketo, por mi hermano Mauricio, quien me agarró desde muy chica como una especie de aprendiz. Yo lo acompañaba al Hip 70 a comprar discos, y él me los ponía, me explicaba. Adquirí un gusto por el rock, por ciertas cosas” prosigue Brisa. “La gente más joven no se imagina este contexto, cuando todo era mecánico, complicado. Si descubrías algo que no sonaba en la radio tenías que ser como un detective privado, salir a la calle a preguntar. Todo un rollo. Yo grababa casetes con canciones que agarraba de la radio, así descubrí a The Police y me hice fan de todo ese rollo new wave, luego conocí a Siouxsie y a los Sex Pistols. Claro, ahora dices, ¡qué complicado, si todo está a un clic!, pero en 1980 no era así”.

“No sé cómo salía vestida y peinada así a la calle, buscaba hacerme de una identidad”, prosigue Brisa. “En esos años cada tribu urbana venía con un paquete bien definido, todo era mucho más claro (algo que extraño). Tu veías a la banda jipiteca de Coyoacán y sabías qué música escuchaba, por dónde andaba y cuál era su filiación política; y los punks también traían su instructivo. Cuando te encontrabas a otro raro en la calle inmediatamente entendías que esa persona podía ser tu amiga. La gente interactuaba cara a cara, aunque ahora eso parezca increíble”. Brisa terminaría invitando a Danny a México. Aterrizaron quince días antes del terremoto del 85 en un fin de semana donde las Insólitas Imágenes de Aurora tocaban precisamente en el Tutti Frutti. Las fichas se iban acomodando con precisión. “Entonces Gaby se asustó mucho con el temblor y decidió con mi hermano irse del país, así fue como nos cayó en las manos a Danny y a mí el Tutti Frutti”.

Brisa afirma que el primer año en que ella y Yerna tomaron las riendas del lugar sobrevivieron básicamente gracias a una docena de clientes, todos ellos parte del universo de la tienda de discos Supersound. “Había pocos sitios para tocar en la ciudad, estaba Rockotitlán, el Hip 70 en declive, hasta que se empezó a correr la voz de que existía un lugar en casa del diablo, chido y raro, donde se podía tocar”. La existencia de un espacio donde sonaba música auténticamente distinta, en un ambiente permisivo, libre de prejuicios, se asomaba excepcional. “Fuimos privilegiados”, asume Brisa. “Yo estaba apoyada por mis papás. Porque ahí donde ven a Carmela y Rafael, el dueto romántico, eran dos personas de mente abierta, eran más punks que yo, de verdad, mi mamá era una mujer con un pensar muy avanzado para su época”.

“Ellos jamás me reprimieron, ni por cómo me vestía ni por la música que escuchaba, y tampoco por lo que hacía en el Tutti Frutti. El lugar no tenía un permiso como tal, en regla, pero sí estaba camuflado por el restorán de abajo. La verdad es que daba para experimentar y tuvimos la fortuna de tener tiempo para que creciera. Fue complicado porque estaba ubicado en una zona difícil, una zona industrial. En realidad era un pedo llegar para quienes venían del sur, algunos nunca lo consiguieron. Por eso el que llegaba era de, bueno, bienvenido, ya lo lograste; aunque luego lo difícil era regresar, otro pedo, porque a las cuatro de la mañana parar un taxi en ese rumbo era complicado; muchos mejor se esperaban al amanecer para irse a su casa desde metro Potrero. Ir al Tutti Frutti era una aventura”.

La odisea de arribar al sitio ofrecía premios: música, sí, pero también tragos espaciales. “Mi hermano sabía del negocio, lo que era tener un restorán-bar, entonces nos dejó una barra súper decente; el Tutti Frutti no era una chelería, incluso teníamos una máquina para expreso y yo servía carajillos. Orita está de súper de moda, pero en esos días hallar algo así era imposible. Sobre los tragos, había dos famosos: la cucaracha, que era tequila y Calahua en su vaso old fashion, le prendía fuego y con popote había que tomársela de un jalón (Uili Damage pedía dos: llegando una, pum, tururú, y cuando se le iba acabando la pila, pum, la otra, y con eso tenía para seguir la noche); y el chapulín, que tenía hielo, vodka, crema de menta y leche”. Con las pócimas circulando y el rocanrol rolando, era complicado negarse a volver al Tuti, como muchos le llamaban cariñosamente.

La también baterista de Los Esquizitos recuerda que en las tablas del Tutti Frutti “llegaron a tocar los Caifanes varias veces antes de explotar, así como Maldita Vecindad y Los Hijos del Quinto Patio, Café Tacvba, Alquimia, Década 2, Javier Bátiz, Santa Sabina, Interfase… bueno, hasta el hermano de Alejandra Guzmán nos llevó a un gringo x medio synth pop que pasó sin pena ni gloria. Ahora viene a México hasta el perico, pero en el viejo mundo no era fácil traer una banda extranjera, mucho menos de la escena underground. Nosotros trajimos a los Ultra5, a Monomen”. Imaginar estar allí, en una noche de esas, siguiéndosela hasta la madrugada con una cucaracha entre manos y canciones de los Fuzztones, los B-52´s, Pixies o Jane´s Addiction reventando se antoja fabuloso. Sin embargo no todo era felicidad. “La noche es peligrosa, amigos”, recalca Brisa al enlistar los desperfectos que, poco a poco, fueron llevando al Tutti Frutti a su desaparición.

“Cada tanto llegaban inspectores, básicamente buscando mordida. Una noche estaba el lugar llenísimo y los chavos del estacionamiento nos avisaron que ahí venían los inspectores. Chíngale. Apagamos la música y las luces y le dijimos a la gente que guardara silencio. Qué loco, todos fueron solidarios y se quedaron en silencio absoluto. Cuando los inspectores se fueron, siguió la fiesta. Una vez alguien llegó decidido a clausurar, un señor de traje, pero le gusto tanto el ambiente que terminó volviéndose cliente. Luego empezó a llegar cada vez más gente, y la noche es peligrosa, amigos; y noche y alcohol forman una combinación a veces letal. De pronto había peleas. Cuando tocaron los Ultra5 hubo plomazos cerca. Afortunadamente el saldo fue blanco, pero esto nos puso nerviosos, la cosa estaba saliéndose de control. Cerramos antes de que algo más grave pasara”.

Una serie de factores fueron hilándose y el Tutti Frutti apagó sus luces definitivamente. “Danny y yo nos separamos como pareja. Mis hermanos agarraron otra onda y decidieron traspasar todo, tanto el Tutti Frutti como el restorán. Además, en los noventa las cosas ya no eran tan inocentes y se estaba corriendo el rumor de que había un sitio donde podías hacer lo que te diera la gana. Y era cierto, pero también falso. Porque antes la gente que iba sabía que era su lugar y por eso precisamente tenía que cuidarlo. Por ejemplo, los punks del Chopo, esa tribu a la que no dejaban entrar a ningún lugar, esos verdaderos rechazados, en el Tutti Frutti los tratábamos bien, éramos amigos y ellos hicieron el lugar suyo y lo defendían, entraban al quite si había bronca. Pero de pronto todo eso cambió, llegó otra gente y la cosa empezó a descomponerse un poco”.

Vázquez se sorprende cuando vuelve el tiempo atrás, a aquellos días del viejo mundo, como ella lo denomina, y contrasta la postal con el presente. Del DF a la CDMX. “La gente más joven no puede imaginar que esto antes era un desierto. Ni siquiera existía un café decente al cual ir. Para nosotros era el pinche Vips de Insurgentes, así. Allá llegaban las motos, los rockeros, todo mundo metía su pachita. Y tenía su encanto, ¿no?, nos apropiábamos de los espacios. Ahora la CDMX, en este momento, a mí me parece como Nueva York en los ochenta. La oferta cultural es inmensa, en un solo día pasa de todo. Me parece que nosotros con el Tutti Frutti pusimos un eslabón en esa cadena, ayudamos a que hoy exista esto que disfrutamos: salir a la calle vestidos como queramos, de hombre o mujer, con los pelos de cualquier color. Sí, ha sido todo un proceso que no inició con nosotros, que se fue cocinando lentamente”.

A punto de despedirse, Brisa recapacita respecto al sitio que ocupa hoy la cultura underground, en un mundo nuevo donde todo se activa moviendo un dedo. “Mark Fisher dice que actualmente estamos viviendo los ochenta, pero con tecnología. La hauntology. Me he encontrado a gente muy joven con esta nostalgia por una época que no vivió. Es muy loco, porque es un decir, como ya no hay futuro entonces reciclamos elementos del pasado. Pareciera que no hay nada más allá. Si tu agarras una rola de una banda actual y la mandas en una cápsula de tiempo a fines de los setenta nadie se sorprendería con ella. Hay momentos donde se abren coyunturas. Cuando la onda hippie dejó de jalar nació el punk diciendo vamos a rompernos la madre. Después llegó Joy Division y el desencanto de saber que al punk lo absorbió el capitalismo. Cuando abrió Hot Topic el mundo murió, y bueno, el rock no morirá nunca, pero, ¿dónde está el underground? En el cine, en la literatura, pero ya no es propiamente underground. Todo lo encuentras con un clic”.
*Tutti Frutti. El templo del underground se proyecta el 16 de mayo en la Cineteca Nacional (Xoco) y el Centro Nacional de las Artes; a partir de ahí, en Filmoteca de la UNAM, Cineteca Nuevo León, La Casa del Cine, Cine Tonalá, Film Club Café y muchas otras salas harán lo propio.

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